Empiezo a escribir esto sentado sobre una montaña de cajones, ropa, recuerdos, papeles, facturas y zapatillas, en mi habitación. Una noche de Viernes cualquiera entraron a robar a casa (por suerte mientras no había nadie adentro) y se llevaron un montón de cosas de un valor económico y sentimental gigantes. Mis herramientas de trabajo (para las que ahorré por años), mis cosas, tiempo invertido, recuerdos de toda la vida.

En el medio invadieron mi casa, se metieron entre mis cosas y me dejaron esa sensación de estar viviendo en un camping, a donde cualquiera entra y sale sin problemas, se lleva lo que quiere, todo es de todos, y no existe el espacio personal.

Es una sensación horrible llegar y encontrar la casa desvalijada, los cajones, sillones, muebles y armarios dados vuelta, todo completamente despelotado, y tener que entrar a tu propia casa (el «hogar dulce hogar») con policías armados por miedo a que todavía haya alguien adentro. Es una sensación horrible de injusticia ver que en un segundo alguien se lleve cosas que uno construyó durante años de su vida. Por más que algunas sean sólo «cosas materiales». Es injusto, doloroso, feo, y te deja sintiéndote horrible, desconfiado, inseguro, perseguido.

De madrugada, después de que cada uno haya hecho un «análisis de pérdidas» («uy, el reloj que me había regalado el abuelo a mis 5 años», «uy esa plata que cobré y que justo no llegué a depositar ayer a la tarde», «uy cómo hago ahora para volver a laburar sin las computadoras», etc…), hubo un tiempo de calmarse, de pensarlo en frío, y de entender que se puede volver a empezar. Que no nos mataron, ni mucho menos. Y que nos robaron cosas, pero no las cosas que en serio son fundamentales.

Duele retroceder 50 casilleros en ahorros para terminar de pagar el auto, las tarjetas, deudas, o lo que sea. Duele perder herramientas que venían generando esos ingresos también. Duele y te pega a un nivel desmoralizante.

Pero me resultó curioso que en ninguna habitación de la casa tocaron ni un libro. Ni siquiera para ver si, como en las películas, hay gente que guarda plata adentro o atrás suyo. Y es que claro, se llevaron lo que más «rendía», pero nos dejaron las cosas simples, esas que no se revenden de a miles de pesos.

A la tarde avisé de la situación a unos pocos amigos y vinieron a casa a charlar un rato y tomar unos mates. Al principio fue con caras largas, con abrazos de «qué cagada, viejo, pero qué bueno que están todos bien». Y al rato volvieron los chistes («no encuentro la llave, pero de última pasá por la reja de la ventana que la dejaron abierta»), las anécdotas («cuando robaron en lo de mi abuelo entré yo con un palo de hockey y mi primo con un matafuego»), volvieron las risas, y en medio del quilombo, del miedo, del desierto de esa sensación fea de sentirse violentado, volvió a brotar también la alegría.

Volvió saber que las cosas son cosas, y listo. Que la plata, aunque costó mucho ganarla (y va a costar de nuevo), aunque es necesaria para pagar alquileres, deudas, cuotas, comida, etc, y sobre todo aunque cuando falta es muy jodido verla así, es plata y listo. Que el plan a futuro tiene que ser desapegarse de las cosas, vivir lo más «livianos» posible, y que todo sea fácilmente reemplazable. No es un pedazo de tu vida, es un pedazo de plástico, de plata, de oro, de madera, de papel, de lo que sea, que usaste con un fin. Es una cosa.

No quedaron, después de esto, ni resentimiento ni pensamientos de que «hay que matarlos a todos». No quedaron ideas Donaldtrumpistas. No quedó odio. Quedó algo de tristeza, sí, que de a poco habrá que tragar para seguir adelante. Pero quedaron también aprendizajes. Quedó saber quiénes están siempre al pie del cañón. Quedó saber quién es chusma y quiere saber «cómo fue» y quién se interesó por la familia, por cómo estamos, cómo la vivimos.

Volvimos a pensar que las cosas y la plata están para aprovecharlas y listo. Que lo de no vivir guardando ese vino para «una ocasión especial» es tal cual como lo dicen. Que es real que las experiencias valen más que las cosas materiales. Que, creeme, necesitás mucho menos de lo que pensás. Que (una vez satisfechas las necesidades básicas, claro) cuanto menos decidís tener y menos apegado a eso solés estar, menos tenés para perder y más libre terminás viviendo.

Y gracias (para nosotros) a Dios (o a la vida, la casualidad, el universo, o lo que sea para vos que estás leyendo), estamos todos bien, no nos tocaron un pelo, no tuvimos que vivir una experiencia más horrible todavía, y hoy podemos estar como más nos gusta, riéndonos de nuevo de las cagadas que hayan pasado en el camino.

En un mes perdí la pantalla del iPhone, el iPhone, la batería del auto, el tímpano izquierdo, la paz mental por un dolor de muela terrible, el nervio de la muela en cuestión, un pedazo de paragolpe de atrás del auto (que me chocaron para segundos después escapar sin dejarme los datos, la tarde misma del robo), toda mi tecnología (la de trabajo y la de hueveo), y algunas cosas de valor económico/sentimental que va a costar bastante no tener más.

Pero acá, sentado sobre el pilón de cosas «sin valor de reventa» que me dejaron tiradas en mi habitación, me quedé pensando que por suerte no se llevaron las cosas fundamentales. Las que se llevaron en algún momento se reemplazarán, pero las que quedaron al final son las cosas que, como decía cierta tarjeta, no tienen precio. Porque se llevaron las que cuestan pero me quedaron las que rinden. Los amigos, los libros, el mate, las anécdotas, la familia, la alegría y la esperanza de saber que, incluso en medio del quilombo, siempre se puede volver a empezar.