El otro día fui a ver la despedida de Diego Milito, un ídolo de Racing dentro y fuera de la cancha. Con el estadio lleno coreando su nombre, banderas para la ocasión, lágrimas, saludos, admiración y reconocimiento de jugadores, técnicos y de clubes enteros de todas partes del mundo, de todo.

Ya lo había disfrutado jugando y hoy veía a los hinchas, compañeros y «adversarios» reconocerle todo lo que consiguió..

Y en medio de todos esos homenajes, me puse a pensar en todo eso que no vi. Las horas de entrenamiento, de pegarle a la misma pelota, para el mismo lado, tratando de que entre de la misma manera. Los viajes de madrugada, las noches en pensiones del club, las derrotas, los malos momentos, los problemas, el sufrimiento, los tragos amargos, las pretemporadas.

Estuve viendo (y disfrutando) las flores, pero no fui testigo de las raíces que le dieron cabida a esas flores. No vi el sacrificio, la disciplina, el esfuerzo. Digamos que de toda su carrera por ahí me haya perdido lo más importante…

Y pensando en eso llegué a la conclusión de que es a través de esa parte, de esas raíces, de todo ese sacrificio que no vi, que él consiguió todo lo que sí vi. De otra manera hubiera sido imposible.

Hasta Maradona, Messi, Jordan, Ginobili, Federer o Bolt entrenan todos los días. Varios de ellos más duro que todos los demás atletas de sus disciplinas. Incluso los grandes escritores de la historia cuentan cómo mantenían una rutina fija, escribiendo horas para conseguir, cada tanto, algún resultado decente.

No vas a ver en ninguna biografía decir que «cuando quería lanzar una gran novela, el autor pasaba por su Starbucks de cabecera, pedía su café, abría su computadora mirando al horizonte por un gran ventanal que daba a la playa (que se iluminaba con el atardecer), y en medio de ese paisaje ideal, en 4 o 5 horas escribía su mayor éxito. Y así repetía una vez cada 2 o 3 años».

No. En serio que no.

Vas a ver grandes atletas llegando antes y yéndose del entrenamiento más tarde que todos sus compañeros. Vas a ver escritores que sufrieron al escribir al nivel de odiar/amar esa práctica, que se sientan casi religiosamente frente a la computadora a probar escribir cosas que puedan llegar a servir en algún momento. Vas a ver músicos que todos los días ensayan hasta el hartazgo las escalas, pasajes, canciones, y sólos que tocaron siempre. A ver artistas que repiten sus rutinas todos los días, buscando naturalizarlas o mejorarlas en todo lo posible. Porque así es como se hicieron grandes.

Porque la única manera de aprender es practicando. La única manera de mejorar, es entrenando. La única manera de avanzar, de mejorar tiempos, técnicas, formas, resultados, es esa práctica llena de esfuerzo y de disciplina.

Enamorarse de los resultados te lleva a estancarte. Y, sobre todo, a disfrutar sólo algunos momentos de una carrera de años (por ahí algunas finales, algunos goles, algún libro, algún caso ganado, alguna operación, algunos ratitos puntuales del camino).

Enamorarte de la práctica te lleva a disfrutar cada mínima parte del proceso. Incluso esas que cuestan, que duelen, que se sufren. Te va a ayudar a lograr esa situación de odio-pero-amor con eso que tanto te cuesta por momentos. Enamorarte de la práctica te va a hacer ser cada día un poco más grande. Un paso más, un tiro mejor.

Si querés aprender, mejorar, vivir mejor, disfrutar, avanzar, y darle un propósito al desarrollo de esa capacidad que trajiste con vos, enamorate de la práctica.